Por Carlos Fonseca Terán.
En la mañana del 19 de diciembre de 1983, Benito Silva Ricco (la Araña), quien un año antes había sido uno de los soldados más irredentos de mi tropa, la 3ra Compañía del Batallón 4014 y que ahora había llegado de refuerzo político, convertido en todo un cuadro del Frente y designado como Sargento Mayor de la tropa ubicada en el cerro La Pedregosa, me invitó adonde ellos estaban, y quedé de irme para allá ese día, mientras él llevaba el abastecimiento a su gente. Yo entonces era Político de la Batería de Morteros de 82 mm, pero la estructura del Batallón estaba dislocada en ese momento, en cumplimiento de diversas misiones, una de las cuales venía yo de cumplir en el Ojo de Agua, sector fronterizo con Honduras en el municipio de Dipilto.
En el transcurso del día, mientras cargaba unas piochas que se iban a ocupar para no me acuerdo qué, la punta de mi fusil pegó accidentalmente en una de las herramientas y mi arma quedó irremediablemente dañada, de modo que fui a gestionar con el Jefe de Armamento del Batallón, el viejo comunista Hildebrando Quintana (todo un personaje, capítulo aparte), a que me autorizara escoger un nuevo fusil. Al ser autorizado, me puse a seleccionarlo neuróticamente, pieza por pieza, y en eso pasó la Araña, que ya se iban, le expliqué la situación y le pedí que me esperaran media hora, pero me dijo que no podían atrasarse, y que mejor lo acompañara el día siguiente; así que se fue a La Pedregosa con su gente y yo seguí por el momento en el Puesto de Mando del Batallón, ubicado en una hacienda de la comunidad que nosotros, leoneses, habíamos rebautizado como Achuapita, para distinguirla del municipio de Achuapa, de nuestro departamento. Achuapita, donde estábamos, queda entre Mozonte y San Fernando, en Nueva Segovia, a la orilla de la carretera que une ambas poblaciones, y que en esa época era de tierra.
Llegó la noche y con ella nuestros cantos con la guitarra de Carlos Quintanilla (Raití), un prodigio musical y el mejor ser humano entre todos nosotros, alrededor de las brasas calentando el café y el tibio en latas de municiones, a la par de un gran guanacaste. Ya estando dormidos, cerca del amanecer nos despertó la balacera infernal que se sentía tan cerca. Era en La Pedregosa, supimos a los pocos minutos. Inmediatamente se mandaron refuerzos que llegaron hasta el cerro El Achiote, más alto todavía y muy empinado, paso obligatorio para llegar por el camino más corto, pero ya La Pedregosa estaba tomada por la Contra. Unas horas después llegaron a Achuapita los primeros sobrevivientes del ataque, dando testimonio de lo que había sucedido. Conclusión, fue un ataque sorpresa, los postas estaban mal ubicados y posiblemente algunos se durmieron. Nuestra gente casi no tuvo oportunidad de reaccionar; de 27, cayeron 17, entre ellos la Araña y dos soldados de mi tropa: Manuel Anduray (el Ojón) y Xavier Chacón, quien con sus trece años era apenas tres menor que yo, pero yo me sentía un viejo a la par de él, y todos lo cuidábamos, porque era el más pequeño. No estaba yo ahí cuando no sé quién decidió mandarlo a esa misión a La Pedregosa. En fin, tengo muchísimos recuerdos de él, y también de Manuel Ojón, que era una especie de filósofo ambulante. Entre los sobrevivientes está Manuel Téllez (la Mandurria), sobresaliente cuadro político del Frente en todas las épocas, incluyendo en la actualidad.
Antes de ellos había caído otro soldado de mi tropa, José Luis Solórzano (el Chapulín), en el combate de Las Aguas, al que nos integramos para dar persecución a la Contra que iba en retirada luego de que nuestra gente lograra romper el cerco, bajo el mando de Manuel Cano (el Caporal), Francisco Vanegas (Pancho) y Trinidad Pereira (el Trino), mientras nosotros avanzábamos hacia el lugar, adonde llegamos tras 24 horas de caminar día y noche, con lluvia una parte del trayecto nocturno, subiendo y bajando cuestas, entre el zacate resbaladizo y los lodazales, cargando las piezas de mortero y las cajas de granadas, aparte de nuestros pertrechos y municiones de rigor, seiscientos tiros a granel por combatiente más cuatro magazines cargados. Cada pieza de mortero pesa entre 60 libras (el bípode) y 75 libras (la placa base y el tubo, por separado). A mí me tocaba cargar el tubo. Luego de llegar adonde estaba nuestra gente continuamos dos días más en persecución de la Contra, teniendo en el trayecto varios enfrentamientos. Pero la parte más extraordinaria de esa jornada había sido que 60 combatientes sandinistas, todos hombres de ciudad, hubieran logrado en aquellas montañas romper el cerco de unos 500 contras, que era gente de campo, y aun con la desventaja nuestra de no conocer el terreno y estando la infantería de la Contra mucho mejor apertrechada que la nuestra. Pero esa fue otra historia.
Volviendo al combate de La Pedregosa, al tomar nuestras tropas posesión de El Achiote comenzó el enfrentamiento de cerro a cerro, pero esa tropa de la Contra era sólo una pequeña parte de los dos mil que iban avanzando en ofensiva desde el cerro Mogotón (la altura más grande de Nicaragua) en el caso de los que se estaban enfrentando a nosotros, y desde toda la cordillera de Dipilto y Jalapa, con el objetivo de tomarse la carretera que saliendo de Ocotal, después de Mozonte y San Fernando se bifurca en Santa Clara y una parte va a Jalapa, y la otra a Murra, pasando por Susucayán y Jícaro, cortando entonces esa vía de acceso fundamental para declarar una zona bajo su control con varias poblaciones incluidas, instaurar un gobierno provisional y pedir la intervención directa de las tropas norteamericanas que esperaban acampadas en Honduras. Nuestro objetivo por tanto, era impedir a toda costa que la Contra llegara a la carretera, y lo único que se interponía en su avance éramos nosotros, distribuidos en tres cerros: El Achiote en el primer escalón de defensa, con un segundo escalón o línea de fuego en los cerros El Hornito y La Sarampiona (este último bautizado así como tantos otros, por Pancho Vanegas, que le ponía nombre a los cerros cuando no sabíamos cómo se llamaban), y en un momento dado subimos los morteros a un cuarto cerro, El Haragán (bautizado también por Pancho), desde donde bombardeábamos La Pedregosa.
Casi en el momento mismo en que se fue la tropa nuestra que ocupó El Achiote, el resto nos distribuimos en El Hornito y La Sarampiona, con el objetivo de no permitir a la Contra avanzar por los flancos de El Achiote, lo cual hacíamos en el caso de La Sarampiona, con una ametralladora pesada VZ-30 y nuestro fuego de fusilería, pero disparando a discreción, debido a que si descuidábamos los puntos de referencia podíamos darle a la gente nuestra que estaba en El Achiote, y que quedaría así entre dos fuegos; de manera que había momentos en que la Contra hacía hasta lo imposible por abrirse paso a través de los flancos, y entonces nos llovía fuego casi como a la gente de El Achiote, pero nosotros debíamos disparar con el sumo cuidado de tener siempre en cuenta con exactitud los puntos de referencia que el mando nos había dado. Cada ciertas horas, en el transcurso de los cuatro días que duró ese combate, nos alternábamos en los tres cerros, con excepción de una parte de mi tropa artillera que se mantuvo un tiempo con los morteros en El Haragán, donde también me tocó estar.
Recuerdo en especial el momento en que, estando Pancho (mi hermano del alma) y yo disparando desde nuestra trinchera en La Sarampiona, entre una andanada de tiros, un proyectil de ametralladora pesada calibre 50 pegó entre nuestras dos cabezas precisamente en el instante en que estábamos según nosotros, a buen resguardo dentro, y eso nos dejó claro que no teníamos manera de estar a salvo. De remate, había un francotirador que nos hizo la vida imposible (literalmente) a lo largo de esos interminables cuatro días de combate, porque el tipo seguía disparando aun en los momentos de pausa. Aquel “pa-pum”, el típico sonido del fusil FAL de tromblón lanzagranadas, no cesaba nunca. Días después, luego de desalojar a la Contra de La Pedregosa, mientras avanzábamos más allá en dirección a dos cerros gemelos que Pancho bautizó como Las Tetas, encontramos el cadáver del francotirador con su fusil de mira telescópica, y francamente casi me pongo en posición de firmes con saludo militar ante su cuerpo sin vida, pues era imposible no sentir respeto por él. Nadie sintió alegría cuando lo identificamos por la mira telescópica del fusil, todavía terciado al hombro, y una especie de saco todavía con municiones que encontramos cerca del cuerpo, aislado de otros que estaban más adelante, señal de que había quedado cubriendo la retirada.
Otro momento memorable fue cuando en una pausa del combate, Pancho como era su costumbre comenzó a darle bromas al Trino Pereira, diciéndole que tenía trompita de delfín; entonces el Trino, hecho un mar de furia estaba apenas reaccionando al comentario de su amigo del alma, cuando entró una lluvia de balas que duró varios minutos sin parar, y el pobre Trino se tiró pecho en tierra o más bien, cara en tierra como si se estuviera tirando en una piscina, porque ese compa, nuestro querido hermano recientemente fallecido, era de los más valientes entre nosotros, pero a la vez extremadamente precavido y nervioso.
Era un show ese Trino, como cuando una vez para poder ir a hacer no sé qué a no sé dónde, se fue al Puesto Médico a pedir un permiso, fingiendo haber quedado sordo por el fuego de la artillería, y cuando el médico le preguntaba, “¿no me oís?”, él respondía: “No, no te oigo”, pero lo hacía tan apropiado de su papel que el médico le creyó. Quién de los dos sería el más caballo, nos preguntábamos cuando Pancho, peligroso testigo presencial, nos contó lo sucedido.
Cuando se dio la balacera por la que el Trino se tiró cara en tierra, yo estaba con otro hermano mío del alma, Sergio Herrera (Galil), compartiendo una hamaca que él temerariamente había tendido en unos árboles, exponiéndose a cualquier tempestad de fuego enemigo que llegara de repente, como la que llegó en ese momento. Y por supuesto, nos tiramos de esa hamaca con una agilidad de acróbatas, aunque con algo más de elegancia que el Trino.
Pero quizás el momento más inolvidable de aquella jornada fue cuando de pronto, en pleno fragor del combate, sin que nadie supiera de qué se trataba, irrumpió el estruendo infernal de los misiles disparados por nuestras legendarias BM-21, emplazadas según supimos después, en el aserrío de Mozonte; el arma más potente usada en guerra alguna en el hemisferio occidental. Sin ellas, difícilmente habríamos podido contener aquella ofensiva, pese a la valentía de nuestras tropas, dado que la diferencia numérica era considerable a favor de la Contra en ese lugar y momento específicos. Esto está relacionado con el hecho de que aún no se había movilizado el primer contingente de cachorros del Servicio Militar Patriótico, ya que de hecho, desde 1981 que comenzó la guerra de los ochenta, hasta 1984, la defensa armada de la Revolución estuvo a cargo de los Batallones de Reserva, que asumíamos una misión similar a la que asumió en 2018 la Policía Voluntaria frente al intento de golpe de Estado; o sea, eran la expresión organizada de la participación masiva y voluntaria del pueblo en la defensa armada de la Revolución.
Pero sus niveles de organización, por la naturaleza misma de su composición y su modalidad de acción, eran insuficientes para contener el avance militar del ejército contrarrevolucionario organizado, financiado y dirigido por la CIA. A los reservistas históricos, o sea los que nos movilizamos desde 1981 que comenzó la guerra, se nos otorgaba el estatus de cumplidores del Servicio Militar Patriótico cuando cumplíamos con el tiempo requerido en la defensa de la patria, sin perjuicio de irnos voluntarios, lo que en el caso de los cuadros de la Juventud Sandinista estaba sujeto a las decisiones políticas de la dirigencia.
A propósito, al menos en la experiencia del Batallón 4014, la Juventud Sandinista tomaba en sus manos decisiones políticas de primer orden y ejercía gran influencia en el curso de los acontecimientos, porque frecuentemente había decisiones del mando militar (no del Batallón, sino de algunos mandos territoriales superiores de las zonas donde operábamos) que no contribuían al buen desarrollo de las misiones encomendadas, dado que no se tomaba en cuenta la diferencia fundamental entre el comportamiento de una tropa militar permanente y aquella tropa dispar en tantos aspectos, de civiles armados y no muy bien entrenados. Pero igual, esto ya sería motivo de un análisis más profundo, aunque no es malo dejarlo consignado en este breve testimonio.
En los cuatro días de duración de los combates de La Pedregosa y El Achiote (a los que también se les recuerda como "el combate de La Pedregosa", anque en realidad fueron dos combates en uno) tuvieron lugar distintos enfrentamientos simultáneos en diversos puntos de las Segovias, repeliendo aquella ofensiva contrarrevolucionaria, y en uno de esos combates, en el cerro El Pedregal, en San Fernando, cayó otro compa de nuestro batallón, al que le decíamos Boina, junto a otros combatientes que eran del Batallón 4013, dirigido en ese entonces por mi antiguo jefe y maestro revolucionario, Liberato Morales, que había sido el Jefe de nuestro batallón anteriormente, en la movilización de 1982, cuando la Contra dinamitó el puente sobre el Río Negro, siendo yo Jefe de la 3ra Compañía, a la que, como ya conté, había pertenecido la Araña, caído en La Pedregosa. En esa movilización en la que fueron los combates de La Pedregosa y El Achiote, y que se desarrolló desde finales de 1983 hasta inicios de 1984, tuvimos en total 25 compañeros caídos, de los cuales 17 fueron en La Pedregosa, más el compa que cayó ese mismo día en El Pedregal, completando los 18 que tuvimos en el enfrentamiento a esa ofensiva de la Contra.
Un magnífico refuerzo que recibimos en la jornada de La Pedregosa y El Achiote, creo que desde el segundo día de los cuatro que duró ese enfrentamiento, fue la Batería de Morteros de 120 mm. Al frente de ella estaba un compañero al que le decíamos Cerro Negro (no recuerdo el nombre), y el Político de esa unidad era otro de mis grandes hermanos de mil batallas, Xavier Lara, que andaba en ese momento si mal no recuerdo, a cargo de la exploración, o sea con los que iban adelante, y quien al igual que Pancho y la Mandurria, siempre ha asumido y lo sigue haciendo, muchas importantes tareas revolucionarias como militante y cuadro político del Frente. Y por cierto, casualidades del destino, otro de mis grandes hermanos de siempre, Richard Larios, también militante y cuadro político del Frente toda su vida y en la actualidad, me antecedió en una movilización anterior como Político de la misma tropa con la que yo andaba en las Segovias.
Los primeros catorce cadáveres rescatados de los caídos en La Pedregosa llegaron a León el propio 24 de diciembre, día en que terminó aquella jornada. La alegría de la victoria, como suele suceder, se mezcló con el dolor por nuestros muertos, esos muertos, por los que una y mil veces, JURAMOS DEFENDER LA VICTORIA, esta Revolución invencible que seguiremos consolidando y defendiendo AL PRECIO QUE SEA NECESARIO, que es lo que algunos de dentro y de fuera no terminan de entender. Peor para ellos.
La noticia de los caídos en combate se le comunicaba a las familias en visitas que hacía el Frente a sus casas. Pero cuando llegaron nuestros caídos a León, llevados por una comitiva del Batallón, eso no se pudo hacer como se esperaba, porque al ser tantos los muertos, los familiares acudieron masivamente al Zonal del Frente a preguntar, cada quien, si su familiar estaba en la lista de los caídos. Puedo imaginar el espectáculo dantesco que debe haber sido aquello. Se me hace un nudo en la garganta de sólo pensarlo. Entre ese gentío de familiares preguntando por los suyos, estaba mi hermana Tania, quien inmediatamente después de eso se integró a las Milicias y a la Juventud Sandinista, que fue la mejor noticia recibida por mí en esa movilización. Bueno, en esa o cualquier otra.
Como diría el Che, “ahora todo tiene un tono menos dramático”, pero a tantos años de distancia, y para decirlo con nuestro poeta sandinista Fernando Gordillo, “el enemigo es el mismo”, si bien a estas alturas muchos de los que anduvieron en la Contra han abrazado la causa de su clase, de los obreros y campesinos, y eso comenzó desde aquellos años, porque en la infinita generosidad de nuestra Revolución comprendimos que cada alma del pueblo salvada del oprobio era el mejor tributo a cada uno de nuestros hermanos caídos. Pero el enemigo imperialista sigue ahí, y como dice una bella canción del sempiterno trovador cubano Noel Nicola, “los lobos son lobos aún”, alimentados con el odio que es inculcado por los enemigos de la humanidad.
El enemigo es el mismo, y nosotros también. Somos los mismos revolucionarios con la misma disposición de darlo todo por la felicidad de todas y todos. Pero también, los veteranos de aquellos tiempos junto a los que cayeron, estamos en esa militancia sandinista que en su mayoría pertenece ya a generaciones posteriores, y cuyo heroísmo sin embargo, es igual, en una realidad diferente. Aunque no tan diferente a veces, como cuando distintas generaciones de sandinistas nos juntamos para derrotar al neosomocismo golpista. Por eso ningún sacrificio es demasiado grande para que un sandinista esté a la altura necesaria, porque nuestra historia está llena de los más altos ejemplos de heroísmo y sacrificio por la Patria, la Revolución y por esta Paz que es sagrada, que por eso tanto cuidamos, y con la que no se juega. Ese heroísmo se mantiene en las nuevas generaciones porque veneramos a nuestros héroes y mártires, porque tenemos memoria histórica, porque somos PATRIA LIBRE O MORIR.
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